Abatida, mi
último día, reuní mis objetos personales. En la canasta de desilusiones fui guardando
el portarretratos con la fotografía de Juan, mi difunto marido. Una maceta. Un
juego de escritorio, obsequio de mi jefe, en mis “bodas de plata” en la empresa.
Mi fiambrera rosa y el reloj de pulsera me que han regalado mis compañeros en
una emotiva y lacrimógena despedida. ¡Cuánta vida en un caja tan pequeña!
Mis días trascurrían
en la ilusión de que mi vida aún estaba a medio hacer, que tenía muchos sueños
por cumplir, cuando—como por sorpresa— me estalló la jubilación.
Solo han
pasado tres meses, pero aquella tarde me
parece mucho más lejana, perdida entre recuerdos y nostalgias inútiles.
Tomé
el tren de las 18,35, me acomodé en el segundo asiento del tercer vagón, al
lado de la ventanilla derecha.
—Es mi sitio —pensé
amargamente— Y lo imaginé abusado por otros culos informes. Violado por
ventosidades ajenas.
Me figuraba que el tren avanzaba muy rápido, más que otros días: no quería llegar a una casa vacía. Sin mi Juan, sin mis sueños cumplidos. Sin mis hijos, que trabajan fuera. Me asustaba la casa donde viviría mayor y sola.
Al otro lado
de la ventanilla, intuía sin ver, un paisaje conocido. Los verdes campos salpicados
con tintes rojos de amapola y el paraje árido del verano madrileño, han mutado en
estos años, al ladrillo y cemento de edificios sembrados y crecidos por todas
partes.
Esa metamorfosis del paisaje me evocaba a mí
misma, con 20 años, virginal, cargada con una canasta de ilusiones, en el primer
día de trabajo en la empresa. Cuarenta y cinco años me habían cambiado, habían sembrado
en mí malas hierbas que no me habían dejado florecer.
Mi rostro
tornaba triste mientras pensaba, a veces enfurecida, otras asqueada, las menos animada.
Un sabor un sabor
metálico y agridulce acudía a mi boca. De alegría, por supuesto, de no tener
que volver a esa oficina y de una triste nostalgia de lo que nunca podré
recuperar, para mi llegó tarde la igualdad.
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