El
autobús giró en la rotonda y se encaminó de nuevo hacia la isla de luz en que
se convertía cada noche la ciudad. Laura sin moverse, bajo la marquesina de la
última parada, oyó como partía hacia la seguridad de las calles transitadas. Un
escalofrío invadió su cuerpo al quedarse todo en calma.
Soplaba
un viento fresco de las montañas del este, enfriado por las aguas del lago que
atravesaba, antes de barrer los campos solitarios de los aledaños de la ciudad.
Decenas de grillos ruidosos, el olor a tierra mojada y el
retumbar de truenos cada vez menos
lejanos, vaticinaban que la noche de tormenta estaba cerca.
Sola, sentada en el frio metálico del banco de la
marquesina, sintió un miedo instintivo y profundo a la obscuridad. No era temerosa,
ni timorata, al fin y al cabo había abandonado a su marido y una vida resuelta,
por algo incierto, por una aventura. Pero indefensión ancestral le devenía
desde sus impulsos más primitivos, al encontrarse plantada por su amante, en el
que tenía que ser el día más feliz de su vida.
De pronto las campanas del monasterio de San Francisco,
al lado del lago, repiquetearon a vísperas, un toque que normalmente le calmaba, esta vez no la tranquilizaba. En ese momento envidiaba la vida reglada de los
frailes y monjas y la seguridad de los muros de los monasterios.
Miró el reloj, apenas había pasado un minuto desde la
última vez, lo volverá a mirar cada vez como protocolo de una incertidumbre
miedosa, con la querencia mágica de adelantar la llegada de Pablo, su amante.
El cielo paso de negro a gris, los truenos, antes
lejanos, se escuchaban sobre su cabeza,
los relámpagos amanecían el paisaje unos segundos, le insinuaban lo que ya
sabía, que estaba sola.
La
lluvia, forzada por el viento del este, entraba sin ser invitada dentro de la
marquesina. Laura maldecía contra la inutilidad del ayuntamiento, contra el
alcalde y toda su calaña. ¡Habían puesto la marquesina a favor del viento!
Mientras se defendía del chaparrón, abrigada al otro lado
del cristal, dos luces blancas tintineantes, desdibujadas con el ritmo rápido y
sesgado de las gotas de lluvia avanzaban hacia la rotonda. Eran las primeras
que veía en las dos horas que llevaba esperando.
Decidió
parar el coche y pedirle que la llevara a casa de nuevo. De pronto recordó el
quiosco de Antonio, el lugar de sus citas, las veces que había tenido que
aguardar a Pablo hablando con Antonio en su trascienda y decidió esperar.
Las luces se aproximaron, el coche paró, desde
la ventana Pablo llamó a Laura, esta cogió su maleta, la puso en la parte de
atrás y se sentó a su lado. Se besaron. Dos luces rojas tintineantes se
difuminaron en la obscuridad de la noche.