Erase una vez el país de la realidad, dónde se hilan mil historias de
amor, distintos nombres, mismos sueños:
Es el baile de las princesas de cuento.
Las abuelas nos
transmiten leyendas apasionantes con finales felices. Historias pasionales de
príncipes y hadas madrinas. Nos incitan a desear vivir nuestro propio cuento, con
bonitos vestidos, carrozas y lugares de ensueños.
En ese imaginario común somos felices y comemos
perdices, después que nuestro príncipe azul, apasionado, enamorado y apuesto,
nos rescata de una vida insulsa, anodina y vacía. Una existencia latente a la
espera de ese príncipe, una vida durmiente al cuidado de enanos cómplices, que
nos preparan para ese futuro sin vivir el presente; que nos mantienen a salvo,
escondidas y en letargo, de esas brujas tenebrosas de la vida que amenazan
nuestra supervivencia.
¡Qué romántica espera! ¡Qué utópica existencia que nos
depara el destino! Y mientras, fabricamos nuestro propio príncipe, como moderno
Frankenstein le ponemos cara, la de Brad Pitt. Le ponemos ojos, los de Leonardo
di Caprio, y ¿el cuerpo? El de Russell Crowe en Gladiator. Y ¿de sabor?, a caballero de la mesa
redonda, paladín de infantas y guerrero de altas metas. Sabor a príncipe de la Zarzuela, con una pizca
de sal y pimienta Sabor a culto, pero alegre y divertido. Olor como a sudor
enamorado, que lucha por mi contra las brujas malvadas y feas.
En esa cocina de quimeras vemos pasar el tiempo, en la
necia espera de nuestro bizarro paladín, en una muerte sistemática de la razón
y de nuestra identidad.
Nos vaciamos de realidades, vacantes de aventuras, y
las llenamos de estos sueños sin sustancia, viviendo una vida que no existe.
Con la melena al viento, cabalgando en su moto,
Gerardo, como si de un hechizo se tratara, entro en la vida de Susana, su
mirada la hizo estremecer, algo llenó sus entrañas y empezó a dar vueltas, provocando
vértigos como de montaña rusa, que a la vez molestan y duelen, pero gustan. Supo,
como dice la canción, que “Ese es el príncipe
azul que yo soñé”.
Esa cálida noche de julio, comiéndose con la vista un
anochecer en una playa del Mediterráneo, mientras él susurraba palabras de amor
y promesas de eternidad, con la luna llena al fondo, —como postal turística—
que recortaba sus cuerpos entrelazados, Susana se entregó a la pasión en la
arena de la playa. No podía ser más feliz, todos sus sueños se estaban
cumpliendo.
Germinó el amor y los cambios de su cuerpo anunciaron
una nueva vida, solo quedaba adelantar el baile nupcial, confeccionar su
vestido de princesa de cuento, con algo nuevo, algo usado y algo azul, pero no,
eso no hacía falta, ¡llevaba su príncipe!
No
faltó el popurrí musical de película, sonó la marcha nupcial de Mendelssohn, caminó sobre
una senda de pétalos de rosa, hacia el altar donde regalar el “sí quiero”
y recoger el aplauso de todos sus familiares y amigos, después el Aleluya de Händel
y “puedes besar a la novia”. Terminó llorando
con el Ave María de Schubert.
La música del vals del Danubio
Azul de Strauss explotó con todo
su color en el ansiado baile que, por supuesto, abrieron los novios.
Un noviazgo de método, una boda
de cuento, de ensueño, la ilusión de muchas doncellas. Susi no podía ser más
feliz.
Pasaron años de inmersión paulatina en lo real,
la historia se tornaba dramática, en un escenario de ausencia de igualdad.
Cuando sus luces se encienden, Susana pasa de ser la
actriz protagonista a permanecer entre bambalinas Todo lo soñado se esfuma como
atrezo mentiroso de obra de teatro. Se sentía la gran engañada. El amor se convirtió en sumisión, la atención
en humillación, la pasión en abuso, el regalo en exigencia, la palabra amable
en insulto. De princesa a cenicienta sin esperanza, era el cuento al revés.
Gerardo —su hombre—era
el único director y actor de la historia, al margen de sus deseos. Teje su nido
con relleno de plumas y con barrotes de hierro.
No puede, ni sabe
escapar y tampoco sabe si hacerlo,
— ¡Todo esto pasará!, Gerardo es un hombre bueno, es su duro trabajo el
que le torna severo, sus jefes le enfadan y poco le pagan y cansado llega a su
hogar, donde descansa y espera ¡claro está! ser el rey de la casa.
El tiempo pasa y no
mejora, cada día está más atrapada, más apartada. Trabajar fuera de casa, ¡ni
se permitía pensarlo!
Con pasos felinos, con
sorpresa, la violencia aparece. Brota el miedo a ser golpeada, a ser torturada,
¡no podía suponer desgracia peor! Era como vivir muerta o morir viva. En la certidumbre que su lucha es estéril.
Así no podía vivir.
—… pero mis tres hijos me necesitan y necesitan a su padre, para Gerardito,
Candela y Pedro, Gerardo, su padre, es lo mejor. ¡No sabría hacerlo sola!
Y vuelve al inicio, a
través de la fantasía de los cuentos, crea una nueva quimera, donde su nuevo relato
comienza con...”Erase una vez un hombre
bueno…”
Y aguanta.
El entorno se da cuenta
y le advierte. Ella calla y consiente.
De manera casual, sufre
accidentes, cae por las escaleras, resbala de una silla mientras limpia o se
choca con una puerta, ¡todos saben lo que pasa!
Ella no acusa, el
entorno tolera.
El magazín de la mañana
lo anuncia, es la número 63 del año, otro mal cruce del destino, ya no importa
el nombre, Susana, es otra más en esa cruenta estadística, otro crimen de
hombre bueno, de enamorado, del imperio de los celos.
De nuevo la música,
danza macabra, es el baile de las princesas muertas.
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